Tenía
una enfermedad terminal. Nadie se lo dijo en ningún momento, pero lo sabía. Las
caras de los médicos, de sus familiares, y de algunos amigos, eran libros abiertos
cuando la miraban llenos de lástima y compasión. Así que no hicieron falta las
palabras, lo supo desde el primer instante. Iba a morir, sí, como cualquiera de
nosotros, solo que ella sabía cuándo iba a ocurrir.
¿Qué hacer? Dejar pasar los días como si nada, hasta que llegará el fatídico desenlace
era una opción. La cotidianeidad podría convertir todo aquello en algo más
llevadero restándole importancia, si es que eso era posible. Aunque por otra
parte pensaba en todas las cosas que se le iban a quedar por hacer, por vivir,
por sentir… y le recomía por dentro la desazón de no ser capaz de llevarlas a
cabo. Quizá solo alguna de ellas estaría a su alcance, pero ¿por qué no
intentarlo? Al fin y al cabo sus prioridades comenzaron a tomar un rumbo
distinto en los últimos días. Seguramente eso era lo que alguno de sus amigos,
que desconocían lo que le ocurría, veían en sus ahora agotados ojos.
Una semana, sin fármacos, solo aguantaría una semana. Fue su decisión, tan solo
lo imprescindible para paliar el dolor; que fuera a morir de una manera tan
consciente no significaba que tuviera que hacerlo sufriendo.
Eran Navidades, quedaban tres días para Nochebuena y antes de que acabara el
año, algo que resultaba bastante irónico, se acabaría también la vida que ella hasta ahora conocía. Siempre había creído que
existía algo más allá, que al morir no acababa todo, tan solo nuestra parte
humana, y que el espíritu, energía o lo que fuese, seguiría existiendo en
alguna otra parte. Posiblemente reencarnándose en otro ser, o transformándose
en una pequeña luz en la grandiosidad del Universo. Ahora tenía dudas, ahora no
sabía qué creer, tan solo había algo que era cierto, se le acababa el tiempo en
éste mundo.
Se sentó delante de su libreta y comenzó a hacer una lista con todas aquellas
cosas que le gustaría hacer. Era larga, debería quedarle mucha vida por
delante. Una vez terminada, con un bolígrafo de color rojo, se dedicó a tachar
todas aquellas que iban a resultar imposibles, bien por falta de recursos
económicos o bien por falta de…tiempo. La lista se redujo considerablemente. La
observó durante unos minutos. Aquellos deseos convertidos en garabatos sobre un
papel eran lo único que le quedaba. Cogió aire varias veces intentando calmar
la ansiedad que de repente se había instalado en su pecho y nublaba su vista.
Consiguió bajar el ritmo de su corazón e intentó poner algo de orden en su
cabeza. “No pienses en lo que va a ocurrir, piensa en lo que deseas que ocurra”
oyó en su interior.
Se dio una ducha rápida, cepilló su larga melena; por fin había conseguido que
llegara a sobrepasar la línea del sujetador, justo ahora, y la dejó suelta para
que se secara al viento. Se colocó los parches de morfina, se vistió con unos
vaqueros, botas y un suéter negro de cuello alto. Fue al dormitorio y se puso
sus anillos, pulseras, unos diminutos pendientes y aquél colgante que tanto
amaba; eran sus amuletos, más que nunca ahora los necesitaba cerca. Encendió el
cigarro que estaba en el cenicero. Le dio dos intensas y lentas caladas.
Saboreó la hierba, sintiendo como se repartía por su cuerpo rápidamente, no
estaba acostumbrada, hacía tiempo que había dejado de fumar tabaco, pero ahora
el consumo de marihuana formaba parte de su terapia.
Cogió el abrigo negro, el bolso con todo lo que podía necesitar y la lista. Aquel
pequeño inventario que a partir de ése instante se convertiría en ella misma.
Entró en la agencia de viajes. Compró dos billetes de avión. Sería una escapada
corta de un par de días, así que concertó un hotel en la zona y un coche de
alquiler. Eran todos sus ahorros, los que estaba acumulando desde hacía tiempo
para aquél mismo viaje que por supuesto, ella imaginaba en otras
circunstancias.
Cuando salió de allí tachó uno de los puntos que se desmarcaba en el papel.
Ahora solo quedaban tres.
El siguiente era una vista al notario. Aquí no nos vamos a entretener, los
asuntos legales son un mero trámite, pero había que hacerlo. No poseía casi
nada, pero tenía muy claro a quién deseaba dejar cada una de sus pertenencias.
Después de casi tres horas en aquél despacho decorado de una forma tan
minimalista que rozaba la asepsia, salió disparada con otro ataque de ansiedad.
“Solo son cosas” pensó, pero todas ellas eran el resultado de su vida, de su
existencia. Y se dio cuenta entonces de lo importante que era el hecho de que
la gente verdaderamente te conozca, y llegue a saber quién eres en realidad. Posiblemente,
habría personas que lo harían después de que todo sucediera.
Solo quedaban dos puntos que abordar. Obviamente uno era pasar el mayor tiempo
con su familia, disfrutar de ellos, de su compañía, de su cariño. Decirles mil
veces si era necesario cuanto les amaba y abrazarles hasta quedarse sin
fuerzas. Quería llevárselos adheridos a su piel. Una mortaja de abrazos.
Se encontraba ante el último punto. Quizá el más complejo porque tenía que
movilizar a un número de personas importante. Congregarlas en un lugar lo
suficientemente amplio y conseguir incluso que algunas de ellas se desplazaran
desde otras ciudades. Algo complicado por las fechas que eran y porque no todo
el mundo podría hacerlo. Pero ella no dejaría a nadie fuera de uno de sus
sueños.
Habló con un amigo que tenía un local en una zona de marcha en la ciudad. Una
sala de conciertos en la que era más que probable que cupiese todo el mundo. Contrató
un servicio de catering y también habló con algunas personas que se ocuparían
de los detalles para la ocasión. Se marchó a casa para comenzar a enviar
correos, llamadas y mensajes de todo tipo. Todo ello mantenía su pensamiento
alejado de su enfermedad.
Las Navidades resultaron de lo más entrañables, maravillosas. Con el dolor
camuflado, las náuseas calmadas y alternando polvorones con cigarros de hierba,
las transformó, dadas las circunstancias, incluso en divertidas.
En aquellos días irónicamente se alegraba de que sus padres ya no estuvieran,
porque ni ella habría soportado su dolor, ni ellos hubieran sido capaces de
sobrellevar su muerte. No es que no fuera duro para los demás, pero bien cierto
es que en esto la naturaleza es sabia; ningún padre debería sobrevivir a sus
hijos.
La lista se encontraba literalmente finiquitada. La llevaba en el bolsillo. La
sacó y miró varias veces antes de romperla haciéndola añicos para volver a guardarla
en el mismo sitio, sobre el que dio unas palmaditas a modo de tranquilidad, “es
el fin” se dijo para sí misma.
Se encontraba delante de la puerta del local, inspiró profundamente un par de
veces, expulsando el aire por la boca. Relajó los hombros, presionó con sus
manos aquellos parches que le libraban a ratos del dolor para asegurarse de que
iban a aguantar, y con las dos manos empujó las puertas que la conducían hacia
su último deseo mientras estaba viva. Celebrar su propio funeral.
Todas las personas que le importaban de una manera u otra estaban allí, ¡habían
acudido todas! Se sentía en una nube. La música, las proyecciones sobre aquella
enorme pantalla, de fotos y videos de su infancia, otras recientes…su vida
pasando ante sus ojos. La comida, las sonrisas, los abrazos, los besos
abrazados que a ella tanto le gusta llamar. Todo absolutamente todo era
perfecto, tal y como ella había planeado. Creo que en aquellos momentos ni
ella, ni los presentes eran del todo conscientes de lo que se estaba celebrando.
Lo sabían, sí, pero preferían que la realidad se perdiera en algún lugar de su
cerebro. Solo importaba el presente. Ante toda aquella vorágine de emociones, llegó
el momento del discurso. Ella había preparado un escrito, una especie de
despedida para leerla aquella tarde; la llevaba en el bolsillo de su vestido. Se
suavizó la música, y las luces al igual que las miradas se dirigían ahora hacia
el centro del escenario. Caminó hacia él
pasando entre todas aquellas almas, subió y con la mano apretando la hoja tan
fuerte que podía sentir sus uñas clavarse en su piel dentro de aquél bolsillo, se
quedó callada durante unos instantes. El silencio era tan intenso que casi se
percibía el sonido de las respiraciones, de las pulsaciones, de cada garganta
tragando la escasa saliva producto de los nervios. No podía hablar, estaba tan emocionada
que sabía que se rompería allí mismo si pronunciaba alguna palabra. De manera
que tuvo que pasar al plan B. El silencio seguía siendo el protagonista, nadie
osaba decir absolutamente nada, parecía algo realmente mágico, como si hubiera
una unión de palabras invisibles que recorriera cada esquina y cada recoveco de
los allí presentes.
Ella miró a la persona que estaba en la cabina y le hizo una señal con la
cabeza, él sabía qué tenía que hacer.
Mientras empezaron a sonar los primeros acordes de una de sus canciones
favoritas, comenzaron a deslizarse por la sala algunas personas que portaban
bandejas en sus manos. Todo el mundo intentaba averiguar que había en ellas, y las
miraban, y se miraban ansiosos unos a otros.
Se trataba de pequeños broches y colgantes con forma de libélula. “Son para
vosotros” dijo únicamente, “cogedlos” Y entonces aquellas pequeñas criaturas
inertes, cobraron vida en las manos de cada uno de ellos. Sobrevolaban sus cabezas
y el cielo techado de aquél lugar se
pintó de colores alados, cientos de ellos, tantos como puedas imaginar, tantos
como las emociones y el amor que habitaba en su corazón por todas aquellas
personas.
Llegaron a los Cliffs de Moher al atardecer, cuando el sol está cayendo sobre
el océano, tiñendo de un maravilloso color anaranjado cada gota de agua en el
horizonte.
El frío en Irlanda durante aquella época del año era intenso, tal y como a ella
le hubiera gustado. Tan solo pronunciaron unas palabras “turas maith”, que
significa en gaélico, “buen viaje” Abrieron la urna que sujetaban con las manos
unidas y esparcieron sus cenizas al viento de los acantilados.
Imagen: Cliffs of Moher por Javier Sáez
Música: Bird of Sorrow de Glen Hansard