miércoles, 22 de enero de 2020

ÉIRE








https://www.youtube.com/watch?v=jaA1oNoO0Jg


Miró hacia abajo y vio sus pies desnudos perderse entre la hierba. La brisa llegaba fría desde el mar, pero no le importaba, le gustaba sentir aquel abrazo casi helado en su piel. Se había desprendido del chal de lana y las botas que llevaba en algún lugar del camino cuando divisó los acantilados. Conectar de esa manera con la naturaleza le provocaba un estado de infinita felicidad. Se sintió rodeada de todo lo que ella era. El viento comenzó a crecer entre nubes blancas y grises, silbaba cortando el silencio, cantando la melodía de lluvia que estaba a punto de caer. El mar se levantaba majestuoso. Con el orgullo proveniente del océano, aplacaba la pasión contenida en su interior estrellándose y dibujando mapas blancos contra las rocas oscuras. Todo aquello sucedía también en su interior y sabía lo que tendría lugar de un momento a otro. Una fina lluvia comenzó a caer desde el cielo. Otra ascendía desde el mar y en un punto invisible, delante de ella, se encontraron aquellas gotas diminutas y resplandecientes como diamantes; todos los colores del arco iris danzaban sin cesar en aquel hermoso baile. Su cuerpo  comenzó a transformarse en una sustancia ligera, se sentía liviana y completa a la vez. Se había desprendido de la materia que la envolvía, la que podía sentir el frío, el hambre y la sed. Ella era parte de aquel sonido en los acantilados. Ella era la canción que nacía de la voz del mar y el viento, la melodía de su hogar que, hacía brillar su corazón de color verde esmeralda.

   *Imagen tomada de internet. Acantilados de Moher, Irlanda