sábado, 31 de julio de 2021

La Palmera





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  La Palmera


    No necesitaban pensar sus palabras. Ambos sabían qué escribirían. Cuando hubieron terminado arrancaron las hojas de sus libretas y, doblaron el papel varias veces sobre sí mismo hasta reducirlo al tamaño de un sello.

A continuación ella se quitó el colgante que llevaba desde niña; un pequeño pececillo recubierto de purpurina azul que le habían regalado sus padres. Lo depositó con cuidado sobre el pañuelo que habían desplegado en aquel suelo de tierra. Dani hizo lo mismo. En su caso se trataba de una púa de guitarra que sacó del bolsillo trasero de sus vaqueros. Sin mediar palabra se miraron a los ojos y sonrieron. Se tomaron de las manos. Él le acarició con el dedo pulgar el interior de la muñeca derecha y tiró despacio de la pulsera que llevaba. Sara repitió con dulzura el mismo gesto y le sacó el hilo trenzado. Eran de colores, idénticas, simulando en bucle un arcoíris. Tiempo atrás, cuando iban al colegio, ella las tejió para los dos, no se las habían quitado desde entonces. Las depositaron junto a lo demás, sobre aquella fina tela de seda bordada con florecillas.
—¿Has traído la lata? —dijo Dani.
—Sí —contestó Sara mientras la sacaba de la mochila—. Y también el cuchillo.
Con la mano temblorosa se lo tendió.
—Tú primero —le apremió ella—. Venga, antes de que me arrepienta. Solo de imaginarlo ya estoy mareada.
Dani lo hizo sin pensar, rápido y de un solo tajo. Su mano izquierda comenzó a sangrar. Unas gotas rojas cayeron sobre sus deportivas blancas resbalando hacia el suelo.
—¿Prefieres que te lo haga yo?
Sara negó con la cabeza y tomó vacilante el cuchillo. Respiró hondo y cerrando los ojos atravesó, con aquella punta afilada, la palma de su mano.
—¡Ay!
—Duele un poco, pero se pasa enseguida. Has sido muy valiente —exclamó él.
Conocía bien la aprensión que le tenía a la sangre. Lo había presenciado cada vez que, de niños, jugando se caían y se rasgaban las rodillas.
Él tomó su barbilla para mirarla a los ojos. Las lágrimas intensificaban su color azul claro. Era como mirar el mar en un día de verano, podías perderte en ellos. Sara inclinó la cabeza hacia un lado, como si pidiera perdón por comportarse así y una tímida sonrisa se insinuó en sus labios. Dani se acercó más a ella y la besó con delicadeza. Sintió la tibieza de sus lágrimas, el sabor salado que, contrastaba con el pintalabios de cereza que siempre llevaba y a él tanto le gustaba. Al separar sus bocas, Sara apoyó la cabeza sobre su pecho y él le besó varias veces el pelo. La abrazó fuerte, intentando fundirse, cobijarla dentro de su cuerpo y al mismo tiempo hacerlo él también debajo del de ella y no salir de allí jamás. Permanecieron unidos, sin prisa, sin tiempo, sin pensar, tan solo respirándose a través de sus ropas. Ellos ya conocían sus cuerpos, pero deseaban tatuar en su mente cada milímetro de piel, de sabor, el sonido de sus latidos acelerados cuando estaban juntos piel con piel.
Se separaron, y cogidos de las manos heridas, uniendo sendos cortes, se arrodillaron ante aquel despliegue de pequeños tesoros que habían reunido. Acoplaron sobre ellas las manos libres y apretaron. Entre ese amasijo de manos y dedos comenzó el goteo caliente y denso de una promesa.
Después de meterlo todo en la lata, depositaron en aquella improvisada tumba bajo una enorme palmera la pequeña cápsula del tiempo que, encerraba un tesoro, un compromiso y una declaración. Acordaron no decirse qué había escrito el otro. Reconocían la importancia que poseían aquellas palabras y decidieron que permanecerían selladas con su sangre hasta que juntos, algún día, las desenterrasen.
A partir de ese instante pasaron a ser más que amigos, más que novios. Se habían unido de una manera que solo ellos conocerían y que nada ni nadie podría romper jamás. La enorme palmera se alzaba como único testigo; mudo, imponente, observando desde el cielo aquel ritual pagano de unos adolescentes que quisieron desafiar al tiempo y retar a la vida.


Buscó Australia en el globo terráqueo que tenía sobre la mesilla, solía hacerlo, aunque sabía perfectamente dónde se encontraba: hemisferio Sur, océano Pacífico. Tumbada boca abajo en su cama, presionaba de forma intermitente  el interruptor que, daba luz a aquella esfera terrestre que conservaba desde niña. Rozaba con la punta de los dedos la masa de tierra al otro lado del planeta y que cuando apagaba su luz desaparecía. No conseguía que  sucediera lo mismo con su tristeza. Aquel día, el día en que se hicieron una promesa y se unieron en algo más que un cuerpo o palabras, dejaron mucho más que su amor dentro de aquel sepulcro a los pies de una palmera centenaria.
Dani se marchó un año después a vivir a Sidney. Su padre fue trasladado por trabajo a un destino definitivo. Nunca volverían a España.
Rotos por el dolor e impotentes ante algo que el destino había decidido por ellos, nada había que pudieran hacer. Se prometieron no olvidarse, mantener el contacto y en cuanto pudieran viajarían para verse.
Durante varios años, se cartearon y se llamaron por teléfono con infinitas conversaciones que casi provocan la ruina para sus padres. Pero poco a poco, el tiempo resultó implacable y la distancia, que ya era enorme, creció. Las cartas se espaciaron y las llamadas se fueron reduciendo a fechas señaladas. La vida continuaba incesante. Sara estudió ciencias del mar. Siempre le fascinó la idea de marcharse con algún grupo de biólogos en un barco y ayudar a preservar la vida marina.
Dani quería ser músico. También lo tuvo clarísimo desde pequeño y soñaba con tener su propia banda indie. Pero sus padres insistían en que iría al conservatorio o no tenía nada que hacer. Así que siendo prácticamente un crío, comenzó sus estudios de música.
La vida los había separado. Tuvieron que dejar a un lado el amor que sentían, relegarlo a un lugar de su corazón en el que quedaría oculto, pero no olvidado porque existía un hilo que los unía; tejido por aquel inocente acto furtivo, sincero y mágico que, llevaron a cabo con poco más de diecisiete años.
Sara acabó su carrera y se enroló en un barco con un grupo de científicos que se dedicaban a proyectos de recuperación y conservación de especies marinas. Pasaba mucho tiempo en alta mar, sin ver a su familia, pero no le importaba porque hacía aquello que le gustaba y era feliz. Durante sus viajes, por las noches, pasaba horas en cubierta al abrigo de las estrellas. Dicen que en mar abierto, las estrellas fugaces poseen más fuerza. Sara no dejaba de buscarlas para pedirles un único deseo.
Al otro lado de ese mismo cielo, Dani también terminó sus estudios y, a regañadientes de sus padres, consiguió formar su ansiado grupo de música. Se llamaban, Hope.
Solían tocar gratis a cambio de cervezas en pequeños locales de la ciudad. Poco a poco se fueron abriendo camino, eran buenos y conseguían llenar todos los garitos en los que actuaban. Durante una de sus actuaciones, un cazatalentos que frecuentaba estos locales, quedó fascinado por la profundidad de sus letras. Les aseguró que, con una maqueta de al menos diez temas con ese ritmo, indie folk, garantizaba la grabación de un disco. El sello era aún poco conocido, pero en unos meses aquella discográfica alcanzó el mercado internacional.
Sara los escuchaba a todas horas. En el barco no sonaba otra cosa. Cuando sus compañeros, cansados de las mismas canciones cambiaban de emisora, terminaban cediendo ante ella porque, veían como sus ojos buscaban un lugar donde perderse.
Dani tocaba la guitarra y el violín. La voz no era lo suyo. Componía las melodías y escribía todas las letras con las que terminaban hipnotizando al público. Su música poseía un rasgo indispensable para un artista, alma. Y esa alma, a su vez, poseía otro rasgo necesario para crear belleza, amor.
La gira sería sencilla, con ciudades elegidas estratégicamente para promocionar el disco en Europa, así como los nuevos temas que Dani iba sacando sin parar. Al fin sentía que podía expresar, sin ningún tipo de filtro, todo aquello que necesitaba decir y gritarle al mundo.
Sara estaba tan emocionada cuando se enteró del concierto que, corrió a su camarote para conectarse a internet y comprar una entrada. No podía perder tiempo, pues solo tocaban una vez en cada ciudad y por exigencia del propio grupo, siempre en locales no demasiado grandes. No querían convertirse en ese tipo de bandas que anteponían el dinero a su pasión.
Sara entró en la página compratuentradaya.com. La conexión fallaba, lo volvió a intentar. Así varias veces durante la tarde. Maldijo a Neptuno y también a las sirenas. Después de unas horas, finalmente, la consiguió. Se sorprendió de que el precio fuese tan asequible y le gustaba el lugar escogido, La Rambleta. Ya había asistido a conciertos allí. La acústica era buena y la organización también, pero algo ensombreció esta alegría. No había conseguido asiento en las primeras filas, pero con aquella maldita conexión fallando no pudo cambiarlo. No dejaría que ese detalle acabase arrebatándole de un plumazo lo que ahora sentía. Iba a ver a Dani. Después de tantos años. ¡Y subido a un escenario! Quizá podrían verse, hablar y tomar algo tras el concierto. Intentó ponerse en contacto con él durante los días siguientes, pero la cobertura era malísima y no lo consiguió. Hacía muchísimo tiempo que no hablaban. Sabían el uno del otro por sus padres que sí mantenían un contacto más fluido. Ahora conocía más cosas de él por los medios, aunque era muy discreto y no se prodigaba mucho por las redes sociales. Llegaría al puerto de Valencia con el tiempo justo para ducharse e ir directa al concierto. Por suerte las fechas en el trabajo le cuadraron y además, ahora iba a tener unos días libres. No pudo evitar fantasear con la idea de que quizá él podría quedarse en la ciudad. Dani, su gran amor, su único amor. Ningún chico le había hecho sentir como él. Nunca se había vuelto a enamorar. Pero quizá él sí. Imaginaba que habría tenido amigas o novias, igual que ella había conocido chicos durante estos años. En realidad no sabía apenas nada de su vida privada. Casi eran unos desconocidos.

Se acercó a la taquilla y preguntó si por casualidad su nombre aparecía en la lista Vip. Quiso probar suerte. No ocurrió tal cosa y pensó que, su amigo, se había olvidado de ella. Rápidamente se sacó esa idea de la cabeza. Solo importaba que estaba allí y que lo vería.
Se dirigió a su asiento, con el corazón alojado en su garganta mientras se frotaba la palma de la mano. Lo hacía cuando estaba nerviosa, masajear aquella pequeña cicatriz la relajaba.
Las luces se apagaron y un solo de violín envolvió la sala como un abrazo. Aquellas hermosas notas en la oscuridad emocionaron al público. Sara sintió lágrimas rodar por sus mejillas y el latir acelerado de su corazón. Varios minutos más tarde las luces se encendieron y el grupo comenzó a tocar. La gente se deshizo en aplausos. Desde aquella distancia no veía bien su rostro, pero lo conocía perfectamente. Estaba guapísimo. Vestía de negro con un chaleco morado. Los temas se sucedían sin pausas, no dejaban de tocar y cambiar instrumentos. Ella coreaba aquellas letras que se sabía de memoria. Hablaban de amores lejanos, de corazones rotos, de encontrar la persona amada al otro lado del mundo, de desear respirar a través de unos ojos azules como el mar. El concierto parecía haber llegado a su fin cuando el grupo se despidió y abandonó el escenario. Dani volvió. Se sentó solo en un taburete alto, cogió la guitarra y deslizó su mirada entre el público. Dijo con una sonrisa que, se atrevía a cantar porque el tema que interpretaría a continuación era muy especial para él. Su título, Under the palm. Fue entonces cuando a Sara se le paró el corazón.

La salida se convirtió en un hervidero de fans. La gente se agolpaba en el lugar por donde pensaban que saldrían. Todos querían ver al grupo, hacerse fotos y pedir autógrafos. Ella se hizo a un lado y se sentó en unas escaleras, le temblaban las piernas. También quería ver al grupo, en realidad solo quería ver a Dani. Esperó. Pasó el tiempo y la gente se fue disolviendo. Transcurrió una hora, era improbable que fuesen a salir por ahí, eso estaba claro.
No podía creer que lo hubiera tenido tan cerca y no verlo. Desolada decidió marcharse a casa. No podía dejar de llorar, sentía rabia, tristeza. Le dolía el corazón y la palma de la mano. Pensó en esa canción «¿por qué la habría escrito si ya no quería ni verla?» Una oleada de calor le recorrió el cuerpo, la abrasaba. Decidió ir allí, a ese lugar que hace años significó tanto para ellos y desenterrar aquella ilusión. Quería quemarla.

Contuvo el aliento cuando llegó. Ya no había tierra, lo habían asfaltado, convertido en un paseo de cemento. Horrorizada dirigió su mirada a la palmera, solo quedaba un poco de tierra alrededor de aquel tronco. Lo acarició con tristeza, sintiendo como se asfixiaba, igual que ella. Todo había quedado sepultado bajo el cemento, aquella amistad, su amor de juventud.
—No está ahí —dijo una voz a su espalda.
Se giró y del sobresalto casi pierde el equilibrio. Era Dani. Sin dudarlo y sin dejar de llorar corrió como una niña a sus brazos.
—Eh, chsss —susurró mientras le acariciaba el pelo.
—Pensaba que no te vería. Yo…esa canción. Nuestra capsula del tiempo, mi mano, este cemento.
Sara sollozaba. Dani la separó con delicadeza, alzó su barbilla para mirarla a los ojos. En esta ocasión fue ella quien se perdió en los suyos color avellana. Eran tal y como los recordaba, cálidos como el fuego de un hogar.
Él sacó algo del bolsillo de su cazadora.
—Me la llevé. Cuando supe que me marchaba, la desenterré. Siento no habértelo dicho, Sara. Necesitaba llevarme esta parte de nosotros. Jamás la abrí, solo deseaba tenerla cerca.
Se sentía algo mareada, confusa. Feliz.
—Ábrela, Sara —insistió.
Dani le secaba las lágrimas con el pulgar mientras acariciaba su rostro. Allí estaban los colgantes, las pulseras, los papelitos amarillentos por el paso del tiempo. —Lee mi nota —dijo él.
Con un hilo de voz, Sara leyó:
Todas las canciones que escriba en mi vida serán para ti. Siempre serás solo tú.
Dani desplegó el suyo:
Mi sangre ya no me pertenece. Es tuya, pues solo tú posees mi corazón.

Se encontraron de nuevo, bajo aquella palmera, entre la música de sus latidos y los besos sabor cereza. Habían vencido al tiempo.