La lluvia de aquella noche tan solo era el adelanto de las lágrimas que,
más tarde transcurrirían como arterías frenéticas por las calles de la ciudad.
Un dilatado pulso de luces iluminaba la urbe, el invierno había llegado y con
él, el frío de su corazón, de su historia. La vida perdió aquella intensidad con
la que él la vacunaba en las noches de verano, con sus frescos y adorables
besos.
Mientras lo esperaba contemplaba el discurrir del agua en la acera, entre los surcos
de los adoquines, huía de ella, provocando una angustia que le afectaba al
respirar, con aquel insolente viento azotándole con descaro su rostro y cada
partícula de sus pensamientos, los cuales se hallaban perdidos entre aquella
tempestad, declarada de la misma manera que la intención que él trajo bajo su
brazo, con crueldad.
Junto a aquél ventanal translucido, mientras él hablaba y vomitaba cada una de
sus hirientes palabras, el rostro de ella se teñía del mismo color violáceo mortecino
del neón tras el cristal. Iba inyectándole lentamente aquel gotero de dolor
suspendido sobre sus cabezas, reflejando en sus ojos el suero letal que iba
destruyendo poco a poco el mundo en el que ella había vivido hasta ahora, en el
que él la había dibujado en las amantes noches, donde habían escrito infinitos
poemas sobre sus cuerpos desnudos de razón.
La ponzoña hacía su efecto y poco a poco la ilusión, el amor y la esperanza
perecieron bajo aquella gabardina transparente, entre cientos de luces de una
ciudad ajena totalmente a la muerte de su amor.
Él nunca lo supo, se perdió en el mundo que había creado para sí mismo, aunque
en realidad sabía que esa no era la auténtica vida ya que carecía de pasión, pues buscaba la cordura.
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