Todo era más sencillo cuando las aceras se convertían en un paraíso de
juegos; salir a la calle era una nueva aventura cada día. Podías convertirte en
un pirata surcando los mares, un jugador de fútbol, una princesa en su
castillo, la reina de la comba, la ganadora al saltar más alto a la goma,
esconderte para que nadie te encontrara en el pilla-pilla, competir con la
última canica de mil colores que acababas de adquirir y cien millones de cosas
más.
A mí me gustaba especialmente dibujar con tizas en el suelo; dibujaba casas con
todos sus detalles.Ya quisieran muchos programas de 3D hacer lo que yo hacía,
no les faltaba de nada y, con mis amigos, montábamos historias, era genial, una especie de mundo paralelo ya que la gente, los mayores, seguían circulando por todas partes. La tiza fue uno de los mayores inventos en mi niñez, y plasmar cualquier cosa con su efímera vida, la hacía
aún más seductora. Aquellos corazones con flechas atravesadas y los nombres escritos
de jóvenes enamorados que, no durarían demasiado pues quedaba, afortunadamente,
muchos nombres, corazones e historia aún por escribir…
Pero había algo a lo que a mí me encantaba jugar sobre todas las cosas, era el sambori, o ziriguizo como
le llaman mis padres. Aquél juego en el que debías demostrar tu equilibrio y
pericia para llegar al Cielo; donde tu destino dependía de una piedra y de tu maestría
al tirarla y recogerla.
Los hacíamos de mil formas e infinitamente largos, había mucho camino que
recorrer para llegar hasta la meta.
Eran otros tiempos, una tiza y una simple piedra podían hacernos felices, no necesitábamos
más.
Esta noche mientras volvía a casa hundida en mi bufanda hasta las orejas y con
las manos en los bolsillos, miraba hacia el suelo que avanzaba infatigable
bajo mis pies, gris, frío y húmedo…
No recuerdo que siendo niña jamás lo haya visto de esta forma, ni siquiera creo que lo recuerde de color gris.
Permanece, sigue ahí bajo mis pies, después de tantos años. Las mismas calles,
quizá con algún desperfecto que otro o incluso, con algún parche de nuevos y
flamantes adoquines en alguna esquina.
Pero ahí sigue, el suelo bajo mis pies, sujetando mi cuerpo, mi vida. La vida
de aquella niña que, con calcetines blancos y coleta de caballo, saltaba a la
pata coja sobre decenas de números de color blanco para intentar algún día, llegar al Cielo.
Antes todo era más sencillo.
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