miércoles, 17 de agosto de 2016

CUANDO LA INSPIRACIÓN MUERE

Enciendes una varilla de  incienso. Algunas velas y te sirves una cerveza bien fría. La brisa y la luna se dejan ver y sentir a través de las cortinas. Te acomodas en la silla, haces crujir todos y cada uno de los huesos de tu mano, de tu cuello. Pones un cd en el equipo de  música, apagas la luz y diriges tu mirada hacia el ordenador. Su luz intensa te ciega e intentas palpar lo que te puede salvar del desastre, tu bloc de notas y una decena de papeles repletos de sin sentido.
El ambiente es propicio, diría incluso que embriagador.
Tienes una carpeta de emociones escondida tras esta pantalla y cien más entre las páginas de tu diario. Quieres, deseas convertir esos sentimientos en palabras y caramelizar cada una de esas historias que ansias contar, desgranar lo que fue tuyo y dejarle al mundo pequeños platos de postre con un pedacito de corazón latiendo.
Pero tu mirada sigue clavada en esta página en blanco estéril. Una conocida sensación recorre tu columna vertebral, un escalofrío sacude tu cuerpo y la angustia se apodera de tu estómago. Esa opresión, ese tamborileo insistente en tu pecho, el hormigueo en las manos, en la cara. Lo conoces bien y está a punto de producirse. Las pulsaciones aumentan. Sientes como tu corazón migra a tu garganta, de donde sabe Dios si marchará alguna vez; la vista se nubla y ya apenas sientes el resto de tu cuerpo. En unos instantes, oficialmente, sufrirás un ataque de pánico y éste bloqueará cada uno de tus cinco sentidos. Un pitido ensordecedor te dejará aislado del mundo. Tu lengua se transformará en un trapo rasposo y pesado en tu boca,  taponando tu garganta e impidiendo cualquier molécula de aire penetrar en tus pulmones.
Estás perdido, no puedes controlar tu cuerpo, ni tu mente, ni nada que pueda llamarse tuyo.
Tal y como yo lo veo tienes tres opciones.
Uno. Llamar al 112 en cuyo caso te llevarán al hospital más cercano. Te harán todo tipo de pruebas para descartar el infarto, y te drogaran y dejarán en observación durante 24 horas; para soltarte con tu ropa en una bolsa de plástico supuestamente fuera de peligro. 
Dos. Sentarte con la cabeza entre las piernas y respirar dentro de una bolsa. Esperar que el oxígeno vuelva a circular a una velocidad "normal" a través de tus arterias, e irrigue tus órganos vitales restableciendo ese estado de salud deseado por cualquier ser humano; lo que te dejara fuera de circulación igual que la opción uno.
Tres. Cerrar los ojos un instante. Emborracharte de ti, de tu esencia, de todo aquello que eres tú mismo y ahora está luchando por salir dando patadas y puñetazos a tus ya fatigados miembros; y dejar que tus dedos se deslicen sin ese convencional sentido sobre las palabras, acariciando de forma convulsa lo vivido, lo sentido. Liberar en cada palpitación lo que crees que te pertenece, aunque en realidad sabes que ha sido un préstamo para poder seguir respirando en pequeñas dosis y, que tendrás que devolver al final de tus días.
La varilla de incienso se ha apagado, la vela exhala su última luz, la botella está vacía y la luna...la luz de la luna te ha abandonado.

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